Copiosa cantidad de tiempo que no escribía y no por desgano, desidia o abandono al santo ocio. Razones tan fuertes como abyectas me alejaron de la computadora y se apropiaron de mis mañanas, tardes, noches, osaron quitarme el tabaco, el alcohol, las gaseosas, los chocolates, las galletas y los helados. En conclusión estas razones, hijas de un mala madre, me mantuvieron jodido a merced de cuantas bacterias deseen copular, criar a sus bacteritas, juntarlas con otras bacterias (ya crecidas, claro está) y continuar con un circulo vicioso que lastraba más y más mi ya mellada salud.
En el comienzo de mi travesía por los mares de las enfermedades, yo, fiel creyente de que así como todo viene así se va, no hice el menor caso a unas erupciones que de la noche a la mañana aparecieron en mis brazos y cuello. Eran las últimas semanas universitarias, de esas en las que sólo tienes tiempo para fumarte un cigarro entre exámenes, darle un fugaz beso a tu novia (la cuál esperas que no se olvide de tu nombre y rostro a causa de tu ausencia), estudiar como si de eso dependiera tu vida y estresarte como Papa Noel en navidad.
De cualquier modo, yo ya entregaba el segundo avance de mi tesis (un curso que enferma y aloca a todos los estudiantes de 7mo ciclo. Quizás el que más esfuerzo requiere en toda la carrera, dependiendo del profesor con el que lo lleves) y me distendía quizás un poco, ya que para ser honesto ese fue el curso que más me jodió la existencia en todo el ciclo y al cual mayor interés y noches le dediqué. Lo presenté un miércoles, esa misma tarde pensé en tomarme todo el bar, fumarme todo el cigarro del país, disfrutar de mi novia y de la voz de Ibraim Ferrer. Pero como no todo en la vida es como uno quiere, me conformé viendo un partido del mediocre campeonato local y rascándome las incipientes ronchas que aparecían en mis brazos.
A la mañana siguiente, junto con las ingentes cantidades de exámenes que me faltaban por dar, una invasión numerosamente increíble se había apropiado de mis miembros superiores y mi cuello. La picazón destrozaba mis nervios y dejaba marca en las ronchas reventadas a uñazos. Con el mismo interés que le dí al curso de gestión empresarial, traté a las ronchas y a sus puteadas consecuencias (la picazón), es decir ni de soslayo las miré.
Pero con el pasar de los días (casi una semana y media), las malditas se habían esparcido por todo mi cuerpo y ya eran insoportables tanto para mí como para los que me rodeaban porque estas ronchas tenían la asombrosa capacidad de sacarme de quicio y mantenerme en un mal humor constante. Algo debía hacer. Entonces fui donde un doctor amigo y me recetó una inyección que por el dolor me hizo ver a Judas calato y unas pastillas que valían lo mismo que una Pilsen (la cerveza más rica del mundo) bien heladita más tres Luckies light de esos que fumo. Su diagnóstico: estrés y mi sistema nervioso a punto de colapsar. Eso había dado pie a las ronchas.
Como sea... primero es la salud, así que consumí las dichosas pastillas durante cinco días y me abstuve de cuanto placer Dios puso en estos lares, pero no hallaba respuesta, las pastillas no servían y la picazón me mataba.
Como para terminarme de joder la vida había acabado el ciclo y no pude irme a desbandar cual vikingo llegado a puerto, además en unos día tenía una fiesta que prometía secuestrar a la Backus (empresa cervecera más grande del país) y traerse a medio mundo salsero y regueetonero (ni modo) y yo no podía tan siquiera estar a veinte metros del humo del tabaco porque ese era uno de los entes que activaba mis ronchas y me hundía en el agobiante mar de la picazón. Como sea, llegado el día de la fiesta mis ronchas había bajado. Tras más de cinco días de consumo de las pastillas, cuatro inyecciones, un rezo santero, una pasada de cuy y una bañada en agua bendita me sentía mejor y listo para ir a disfrutar de los placeres de la vida.
Sólo me jodí. Al primer sorbo de cerveza me empezó a picar el cuerpo, pasado unos minutos las ronchas se habían activado. A la mañana siguiente estaba peor que nunca y tuve que privarme una semana más de todas las cosas ricas y que producen placer para por fin poder librarme de las malditas ronchas.
Justo cuando mejor me sentía y las ronchas habían desaparecido en su totalidad, un tímido dolor de cabeza asomaba por las mañanas para acompañarme todo el santo día. Mentado dolor se hizo cada vez más fuerte hasta lograr mandarme a la cama días seguidos. El maldito no me dejaba en paz, ni las excedrin (o como se escriba), ni las aspirinas, menos las dorixinas hacían efecto.
Una semana de inclemente dolor fue la que pasé. Y cuando éste se aburría de mi cabeza y decidía marcharse junto con sus mareos y vómitos, le toma la posta un dolor de garganta que ni Dios lo aguantaría, seguido de una gripe que me tiene tumbado en cama tres días temblando como perro con distemper, sudando como chancho rumbo al camal y empezando a oler como éste ya que no me baño hace tres días.
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