Estaba en los peñascos, sentado en las piedras, coqueado hasta la sombra. Tenía un cigarro entre los dedos y el alma dándole frente a las olas. Un frío inclemente para el Callao, no para su polo de mangas cortas. Yo lo miraba de lejos, él desvariaba en la fría brisa del mar. En la playa de los guapos, de los bravos... ahí estaba él, en su mar.
Aunque alguna vez me confesó que odiaba el mar, creo que por eso sus más ondas depresiones las pasó en una covacha frente a éste, pero ahí estaba él; no dentro de la covacha de siempre, ésa que combinaba los olores de la pasta, la coca y la marihuana, donde están los hombres más adinerados de Lima mezclados con los más miserables del puerto.
Una mujer, eso se formaba en el humo de su cigarro. Una de cabellos que hipnotizan -tan mentados ellos- una de piel tersa y clara, una princesa. Y fumaba más, tratando de largarla de su vida, queriendo arrancársela del corazón porque sabía que él no era digno de ella, su pasado lo condenaba, las lágrimas de ella lo sentenciaron a morir en vida uno y otro día... por toda la eternidad.
Aunque alguna vez me confesó que odiaba el mar, creo que por eso sus más ondas depresiones las pasó en una covacha frente a éste, pero ahí estaba él; no dentro de la covacha de siempre, ésa que combinaba los olores de la pasta, la coca y la marihuana, donde están los hombres más adinerados de Lima mezclados con los más miserables del puerto.
Una mujer, eso se formaba en el humo de su cigarro. Una de cabellos que hipnotizan -tan mentados ellos- una de piel tersa y clara, una princesa. Y fumaba más, tratando de largarla de su vida, queriendo arrancársela del corazón porque sabía que él no era digno de ella, su pasado lo condenaba, las lágrimas de ella lo sentenciaron a morir en vida uno y otro día... por toda la eternidad.
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