Hace algunos años viajé a Estados Unidos. Cinco para ser exactos. En esa época de mi vida andaba de la mano con la incertidumbre y buscando suelos para volver a establecer las bases de un futuro que pocos meses antes había perdido.
De la noche a la mañana -porque siempre me ocurren cosas de la noche a la mañana- mi vida giró 180 grados. Yo andaba por los celestísimos cielos de Cajamarca, disfrutando de uno de los pasajes más sublimes de mi existencia. Acompañado de muchos jóvenes como yo, ebrios hasta los cabellos, buscando amores eternos que duren dos meses y desesperados por vivir a plenitud a kilómetros de los padres.
A mi regreso, con el hígado en la mano y el cuerpo en el maletín, lo primero en saludarme fue un pasaje de American Airlains con destino a New York, la fecha: en siete días que corrían desde el momento que cogí ese pasaje en la mano. En siete días arreglé todo. Sin despedirme dije adiós (creo que mi adiós escondía un hasta luego), me desaparecí literalmente, nadie más me vio.
New York me golpeó el rostro. Tras ocho horas de vuelo y de una laguna mental inmensa en la que no me encontraba ni la nariz, aterricé en suelo norteamericano. Harto gringo, harto negro, harto chino. En la cola de migraciones sentí lo que sintió La Torre de Babel, fiel testigo de las mil lenguas. Nunca pensé que se podían mezclar tantos idiomas en sólo 20 metros cuadrados. La cabeza me estallaba. Buscaba olor a ceviche o a paella; daba lo mismo, lo importante era hallar un bendito que hable español. Hasta ahora lo busco. Creo que lo aturdido que andaba, el momento que pasaba y los recuerdos habían atiborrado mis sentidos y eso no me dejaba oír palabras tan sólo oía sonidos, sólo sonidos.
La calle me avisaba de lo que había hecho. La ausencia de la melodiosa voz de los cobradores de combi me susurraba que ya estaba solo, que lo que buscaba por fin lo había encontrado. Estaba solo. Era hora de comenzar, de vivir, de extrañar y de llorar.
Una tía me alojó. Bridgport sería mi hogar por unos meses. Los árboles y calles angostas serían los testigos de mi metamorfosis. Era un lugar tranquilo, callado, extrañamente idoneo para dejar correr los rios de lágrimas que brotarían de mis ojos unos días más adelante.
¿Dolor? Ahí lo conocí. ¿Soledad? Ahí me presenté, la saludé, le di la mano, la besé y desde esa noche le haría el amor una y otra vez.
Entre tragos la mente se nubla... mentira la abre. Vi todo lo vivido, recordé todo mi pasado. Tantas mujeres, tantos besos, tantos amigos, tantas traiciones.
Era el comienzo de mi paseo por los infiernos, a puertas del cuarto aro, ahí me quedé. Hoy... hasta aquí narraré.
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