Después de tantas noches y muchas líneas de coca, él, se decidió a explicar las razones de su huida. Aquella mañana se levantó muy temprano, buscó un papel y lo puso en su antiquísima máquina de escribir. Preparó todo el ambiente: la cajetilla de cigarros, el whisky, algo de coca y la severa convicción de soltar todos los secretos que tenía amarrados a la boca.
El frío de la mañana lo entumecía, las razones a explicar lo abrumaban, las oraciones lo atiborraban. Una palabra tras otra, demasiado rápidas para escribirlas, demasiado rápidas para recordarlas. Su mente le jugaba una de esas pasadas que el tanto odiaba, estaba lleno de ideas que se iban con la llegada de la siguiente. Lo peor de todo era que sólo recordaba lo perfectas que eran sus frases que se perdían en el abismo de las ansias por escribirlas.
¿Cómo empezar? maldita incertidumbre. Y no era sólo eso, no quería lastimar a nadie. Era más que complicado, pero en alguna oración lo iba a hacer textual o tácitamente. Pasaban los minutos y se perdía en los recuerdos, su respeto por los pasados lo parametraban, lo limitaban; esa prosa tan explícita se vería marchitada por sus escrúpulos.
Sabía, por premisa, que no la iba a culpar, la entendía en el fondo. Antes que ella, él ya había vivido, para su edad, había vivido mucho. Peor aún, ella había sido muchas veces su pedestal de triunfos, testigo abstracto de tantas historias de amor, de momento. Era la única -quizás- que le conocía la mayoría de aventuras en las que él dejó caricias, besos, palabras y muchas corazones rotos. Es por eso que la entendía. Mientras él narraba sus aventuras ella más lo quería y sólo callaba.
Él se veía en la conjetura de no poder calificar nada. ¿Cómo reclamar sus dudas si él las alimentó algún tiempo atrás?. Sabía que a veces no importan los actos, sino el pasado. Gallina que como huevo aunque le corten el pico...
Pero esta vez todo fue injusto. Tristemente se sabía inocente, pero cómo podía expresarlo sin maldecir a los que lo tildaban de basura y de mentiroso. La pena lo invadía y las lágrimas lo ahogaban, estaban matando lo más puro en él, su mañana del pasado... y él sin hacer nada, inerte e inerme ante todo.
Y pasaban las horas y ningún párrafo escrito, menos cigarros, menos whisky, ya nada de coca y ni una mísera oración. Cómo podía describir los últimos meses de relación sin descalificar los años pasados. A pesar de muchas cosas y de ingentes cantidades de desdicha cómo haría por no desmerecer lo vivido. Pero es que era imposible, había vuelto a la puerta, al frío, a ser casi nada. Sin delito alguno -por vez primera quizás- era juzgado y sentenciado a ser sólo un "amiguito".
Y pensar que había dejado de vivir. Él adoptó las amistades de ella tras abandonar las suyas. Dejó sus sueños para vivir los de ella y lo hacía con una sonrisa en el rostro, nunca reclamó, nunca preguntó. ¿Cómo no dejar escribir a su frustración y a su desdicha?
Entonces la desesperación lo alcanzaba, los recuerdos lo envolvían y se empezaba a retractar de su presente, hasta que recordó ese sábado. Él soñaba con verse en otros ojos y ella lo golpeó donde quizás más le dolió. Eso lo empujó a muchas cosas. A vivir sin querer. Y alistó sus dedos para odiarla en el papel y hundirla en su misiva llena de maldiciones y reclamos, pero no pudo, no sabía que pasó, pero no pudo.
Llego la noche y la luna se coló por su ventana y una frase de años atrás lo destruyó. Miro la luna y se dio cuenta que no podía escribir, que era imposible explicar, que no quería desearle nada, que ella lo empujó a algo y que no culpaba a nadie.
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