martes, 20 de noviembre de 2007

Un paréntesis académico: Reportaje final.

La Unidad Central del Escuadrón de Emergencias del Callao vive y muere por erradicar la delincuencia del puerto
¡Central 105… Siempre listos, siempre presentes!
Una crónica introspectiva del escuadrón más requerido del país


Son las 5:30 a.m. La brisa, gris y renuente a marcharse, abraza y cobija a todo el puerto. La noche está por terminar y los primeros rayos de luz se van colando entre el flirteo de la madrugada y la mañana. El frío se apacigua en su intensidad y los efectivos comienzan a llegar.

Algunas combis sobreparan frente a la Unidad Central del Escuadrón de Emergencias del Callao (radiopatrullas) -ubicada en la avenida la Paz- y de éstas descienden hombres jóvenes y experimentados de porte respetable y amenazador. Otros tantos apuran el paso cruzando la avenida con periódicos bajo el brazo, cabezas enterradas entre los hombros, manos en los bolsillos y una maleta que cuelga de uno de sus brazos. Paralelamente a esto unos autos, modestos y nada lujosos, parquean en el patio de la base.

Dan la bienvenida a la unidad un portón abierto de par en par y el imponente escudo de la policía nacional del Perú dividido por la apertura de éste.

Dos plantas, ya dentro del establecimiento, reciben a los personajes que protagonizan una ardua lucha de veinticuatro horas contra el hampa chalaca para conseguir la tranquilidad de los vecinos. En el primer piso están las oficinas administrativas y una central radial que consta de veinte computadoras unidas a la red radial-telefónica policial -no tan grande como la central 105 del Callao ubicada en el cuartel Alipio Ponce donde reciben todas las llamadas de emergencia del puerto para ser emitidas a la unidad de radiopatrullas- lo suficientemente eficaz para poder recibir los mensajes de la central 105 y reenviarlos a las camionetas.

Al fondo de esta planta una oficina, en la puerta consta un nombre y un cargo: El Coronel PNP Luis Praelis, quien es el encargado de toda la unidad. Praelis es un hombre de altura promedio -no debe pasar el 1.78cm- y cuerpo atlético a pesar de sus cuarenta y ocho años encima. Tiene la mirada profunda y el rostro duro; “cara de piedra” le decían en la escuela de oficiales en sus tiempos de cadete. Ahora, los subalternos lo llaman así a sus espaldas; él lo sabe y sólo sonríe.

Praelis está a cargo hace un año, exactamente el mismo tiempo desde que tomó el mando de toda la provincia del Callao el General PNP Jordán. “Un excelente general, es muy correcto; a él no le gustan las cojudeses y se está matando para que la policía del Callao se acerque más a su gente y para que ellos cuenten con nosotros y nos colaboren”, afirma “El Oso” un técnico que pesa alrededor de 110 kilos.

En la segunda planta, a los extremos, se encuentran los vestidores, dos para ser exactos; tan largos como claros y verdes. Ornamentan los ambientes de vestido casilleros numerados del uno al setenta (por cada vestidor), bancas de tres metros de extensión, poyos de mayólica blanca y sobre estos cuadros con motivos policiales fraseados con palabras de ánimo y versos de carácter motivador. A los confines de estos pabellones se encuentran apiladas cincuenta camas de una plaza cada una donde los efectivos reposan y descansan dependiendo de las órdenes de su superior.

Los hombres ingresan a los vestíbulos, un olor a pulcritud y soñolencia se mimetiza con los saludos, chascarrillos y alaridos que terminan por despertarlos. Son 125 -en total 250 policías- que relevarán a los que se encuentran vigilando las calles del Callao. En su mayoría son de armas (policías egresados de la escuela de suboficiales) y sólo un pequeño porcentaje de los efectivos son especialistas (civiles que se integraron a la policía y llevaron cursos de rigor que duran entre los tres y cinco años), aunque esto es transitorio ya que se ha ordenado que este escuadrón este completamente integrado por personal de armas.

Las duchas se apresuran a tener su fin, los borceguíes listos para ser puestos; los hombres ajustan sus pantalones y aseguran el correaje donde cargan la cartuchera que alberga la pistola nueve milímetros, fiel e inseparable compañera, que se verá secundada de sesenta municiones. Las chompas negras, lo suficientemente entalladas para que al calzarse los chalecos antibalas éstas no incomoden, se ven retocadas por bruscos sacudones antes de ser usadas.

Una mirada al espejo de algún casillero, un segundo de ahondarse en el limbo de la indecisión y el temor por perder todo, por dejar la vida en las calles, un recuerdo del beso de una familia, la sonrisa de los hijos, el cuerpo de una esposa; un parpadeo lento y resignado convierten ese rostro en muestra de determinación, seguridad y orgullo. Caminan hacia el patio y como dogma religioso, tras cruzar la puerta de los vestidores, los efectivos se colocan sus características boinas rojas.

Ahora son las 6:00 a.m. Los 125 policías se encuentran en el patio en formación. “Un excelente personal, lejos mejor que el de Lima, la mayoría llego aquí por increíbles y asombrosas intervenciones en sus comisarías y el resto, al salir de la escuela y ser seleccionados por su porte, llevo el curso de emergencista en la Central Radiopatrulla de Lima”, sostiene en General Jordán.

El Coronel Praelis pasa revista a su tropa con las manos atrás, cabeza arriba y ojos juiciosos. La mañana ya está clara, la brisa gris raramente se ha marchado; rayos de sol se cuelan entre las nubes y el himno del Perú empieza a sonar.

Termina la ceremonia de todas las mañanas. Noventa camionetas -cuarenta pathfinders y cincuenta de las nissan verdes que a ningún efectivo les gusta. “Carajo, esas camionetas son para hembras, ahí tengo que manejar recogido y termino entumecido”, se le escapa a “chiquito”, un chofer de 1.90cm- esperan por sus ocupantes. Cada camioneta es encomendada a un operador quien será el que se encargue de acercarse a los autos, usar la radio e intervenir a sospechosos, y a un chofer; estos cargos -sólo los cargos ya que las parejas duran aproximadamente un año- varían cada mes.

Todo listo, una a una las radiopatrullas empiezan a desfilar por el portón. La imagen del Santísimo Corazón de Jesús, pintada al lado de este, los despide y los llena de fe para salir a las calles sabiendo que quizás alguno no volverá, como le paso hace cinco meses al brigadier Gonzalo Gonzáles, más conocido como el compañero “Chalo”, quien dio su vida por proteger de las balas con su cuerpo a un niño de ocho años.

Cada unidad se dirige a su punto establecido (que por reglamento variará cada veinte días): cruces de avenidas, esquinas en calles de alto nivel de delincuencia, casas de personajes importantes como congresistas, alcaldes, etc. y a las comisarías del Callao. A cada una de las trece comisarías existentes en el puerto llegan tres unidades de la central de emergencias. Éstas patrullarán dicha jurisdicción las veinticuatro horas que dure su servicio.

La mañana transcurre entre denuncias (violencia familiar, robos pequeños, atropellamientos de mascotas) que llegan a la central pero por ser menores son depuradas a las comisarías del sector. La tarde no sólo trae consigo el hambre ni la necesidad de cargar combustible (catorce galones diarios) en el grifo de la policía ubicado en la avenida Colonial, llamadas por robo a tiendas, intentos de secuestro, balaceras son el común de la esas horas. Es hora de alistar las 250 municiones y cargar la AKM de rigor que cada camioneta porta.

Puerto nuevo, Acapulco, Sarita Colonia, Los Barracones (conocido ahora como las Barracas), Gambeta Alta y Gambeta Baja (todas pertenecientes a la jurisdicción de la comisaría de Callao Cercado) son los lugares que en la tarde y la noche se convierten en zona de sangre y lastre de la humanidad. Las intervenciones se incrementan en estas zonas. Las llamadas recibidas en la central llegan a cuarenta sólo en una hora. Los efectivos responsables de esa jurisdicción aumentan esfuerzos en ingentes cantidades para combatir a la delincuencia reinante.

Así pasa el día la Central de Emergencias del Callao. Hombres comunes que, como a nosotros, sus familias los esperan por volver a sentirlos vivos y a su lado. Gente que teme y añora con el pasar fugaz de veinticuatro horas, pero que saben que en sus hombros carga la tranquilidad y seguridad de la población y no dudarán en poner el pecho para darle la paz merecida a un pueblo pujante, cuna de talentos deportivos, musicales y literarios, y amigable como es el Callao.

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