jueves, 8 de enero de 2009

Bitácora de un escarceo VII (NOVELA)

“Entonces qué, tenemos un negocio”. “Yo tengo un nuevo negocio, tú ahora trabajas para mí”, repliqué. Me miró sorprendido. Yo encendía un cigarro y me recostaba en el espaldar de la silla. “Cómo está eso pues”. Di una piteada y sonreí. “Si no te gusta no mas avísame. Aquí se hacen las cosas a mi modo. No te dejes llevar por mi pinta o mi edad”. Sus hombres llevaron sus manos a las magnum. Los míos hicieron lo mismo. “Tranquilos que no pasa nada. El señor YYYY sabe lo que le conviene. Además, hoy la noche no está como para matar a simples traqueteros (personas que se encargan de llevar la droga de un lugar a otro)”, grité mientras me servía un vaso de cerveza. “Ok, se harán las cosas a su modo”. “Diez cajas de cerveza, suban el volumen y cierren el bar. Es hora de celebrar. Ahora tienes el honor de laburar para Mamba”.

Así me llamaban, el Mamba, por la serpiente de Áfric. Letal, mortal si quería. Abyecto, desalmado, decidido. Me gané ese apodo a los 18, cuando sin pensar me enfrasqué en un pleito con cuatro tipos mucho mayores que. El resultado, desde ese entonces, fue el mismo. Yo ganador y con más hombres a mis pies.

Pensar que nunca imaginé llegar hasta ese nivel cuando era un traquetero más. Cuando tenía que caminar desde el Jirón Loreto hasta a la avenida Argentina para entregar un ladrillo (un kilo de cocaína). Nunca decía que no. Me daba igual si había intervenciones o la vuelta (entrega y en otros casos dañar a alguien) era muy jodida. Así me gane el respeto. Por bravo, por valiente, por imbécil.

Siempre trabajé para el capo del Callao. Un español que había llegado a Perú huyendo de la post guerra y había cimentado una empresa bastante rentable con la cocaína. Hacía negocios con Colombia y México y no había embarque que salga o entre al puerto si no era aceptado por él. Me agarró cariño el viejo. Creo que me quería. Pasábamos horas hablando de política y tendencias sociales. Yo para ser tan joven era bastante leído. Él para ser tan criminal era extremadamente culto.

Así fue como me convertí en su hombre de confianza. Él me regaló mi primera arma. Era una pistola corta con cañón rayado y funcionamiento semiautomático de repetición, que albergaba hasta 20 proyectiles. Fue de él. En un festín que coca, whisky y mujeres la sacó de su cintura y me la dio diciéndole a todos los presentes: “Este es mi hijo, el heredero. Lo que él ordene es como si fuera mi palabra.” Ahí empezó todo. Entré en un mundo donde solo había dos puertas: la del cementerio y la de la cárcel. Sin chistar entré, sin mirar atrás. A los 19 qué te puede pesar. A mis 19 era el rey del mundo, qué más quería yo.

Al poco tiempo el viejo murió y como era de esperar quedé a la cabeza de una organización que estaba en la cúspide del éxito mal ganado. Sin darme cuenta andaba chalequeado (con guardaespaldas) y decidía quien entraba al Callao y quien no. Compré a la policía y me hice amigos de los altos mandos. Todo andaba viento en popa. Al menos eso creía.

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