lunes, 2 de julio de 2007

La pena del barba azul

Él estaba recostado en la pared del frontis de su casa. Sentado y encogido, sus brazos abrazaban sus piernas. Un cigarro entre sus dedos iluminaba un poco su presencia que se perdía en la penumbra que nacía de la sombra de un árbol frente a su casa. La noche era más noche que nunca, el frío era más frío que nunca, su pena era más pena que nunca.

Me acerqué dubitativo, pocas veces conversábamos, pero esas conversaciones eran de las más abiertas que él tenía. Lo conozco hace mucho tiempo, a veces lo amo y a veces lo odio. Para ser sincero trato -casi siempre- de evadirlo. Su compañía me atiborra la mente y los sentidos, simplemente me deprime.

Como sea, aquella noche lo vi y me acerqué. Pensé en preguntarle cómo estaba, su mirada respondía por él, así que preferí no quedar como estúpido y asumir la respuesta tácita que él me daba. Él abrió la conversación -con una sonrisa y una lágrima en los labios- afirmando que no podría vivir sin ella. Lo mire y me senté a su lado.

Un silencio de los que tanto disfrutábamos ambos envolvía el ambiente. No quería romper ese momento, pero una pregunta saltaba a escena por sí misma: ¿Crees qué no tengan arreglo?, dio una piteada a su cigarro y rompió en llanto. En ese momento quise abrazarlo, calmarlo, decirle que todo volverá a ser como antes, que tenga paciencia, pero sería como alargarle la agonía a un desahuciado, así que callé. Un gato bajaba por el árbol, el teléfono sonaba, su hermana miraba de la puerta dudando si llamarlo o no, su perro se volvía loco por el gato, él no encontraba alivio en su desahogo.

Se enterraba cada vez más en su quebrar. Su hermana pasó a su casa antes de derrumbarse por penas ajenas. Él parecía que estaba destinado a morirse por la tristeza. Estaba sano y bueno, sin una gota de alcohol y sin una sola peca blanca en su nariz. Su pena la estaba viviendo en sus cinco sentidos, el tipo estaba muriendo en vida, poco a poco se envenenaba con sus lágrimas.

Calló su llanto tal y como vino, de golpe. “Entendí”, me dijo. “Ella no es culpable, el amor se marcha cuando se ve sufrir. Poco a poco se va, eso es lo peor de todo que no se marcha de una. Claro si fuera así sería más fácil para ella y para mí. Pero no, ella tenía que tenerme cerca para darse cuenta de todo o tal vez ya lo sabía y quería confirmarlo. O quizás en ese mes me olvido... no lo sé. Ella no es culpable, yo tampoco, nadie tiene la culpa. Ahora yo la amo y ella me olvida, así de sencillo”, una lágrima ahogada en su garganta cortó su monólogo, entonces pregunté: ¿Qué harás?... “Debo de olvidarla antes de extrañarla", respondió y siguió... "o tengo que aprender a vivir sin sus ojos antes de que me de cuenta que ya no la tengo. De algo no tengo duda, la amaré por siempre, no sé si merezca esto o no... pero no puedo arrancármela, prefiero pensar que en la tarde ella saldrá con su madre y por eso no podré verla, prefiero creer que está cansada y duerme a que la noche se la llevó... aunque, para ser sincero, prefiero creer que nunca dejó de ser mi amiga, que nunca fue mi mujer. Algo me deja tranquilo, ella trato de engañarse a sí misma, pensó que por la noches sin dormir, las tardes sin comer, los días de llanto, por todo ese sufrir, ella tenía una responsabilidad y que tenía que amarme, pero no pudo, a veces el deber no manda al amor...”

Ahí y así lo dejé, nunca más muerto que ese momento, nunca más triste que esa noche, nunca más abandonado desde ese adiós... Asi quedo, sentado y encogido, sus brazos abrazaban sus piernas. Un cigarro entre sus dedos iluminaba un poco su presencia que se perdía en la penumbra que nacía de la sombra de un árbol frente a su casa. La noche era más noche que nunca, el frío era más frío que nunca, su pena era más pena que nunca... tal como lo encontré.

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